Mi primer ordenador (que por cierto no era mío)

Corría el año 79 cuando, ya estudiando mi carrera de ingeniería, tuve la primera toma de contacto con un ordenador.

Fue un trabajo de clase. Estudiábamos FORTRAN. Un lenguaje de programación muy críptico y basado en las matemáticas. Su nombre venía de FORmula TRANslator. Con eso se dice todo.

Por supuesto no era un ordenador personal de sobremesa, ni mucho menos un portátil. Era un gran ordenador que ocupaba casi un edificio. Se les llamaban entonces «Mainframes».

Aunque la definición académica de esa palabra es la de «computadoras de alto rendimiento con grandes cantidades de memoria y procesadores que procesan miles de millones de cálculos y transacciones simples en tiempo real», creo que aquel estaba lejos de la realidad actual.

En aquella época en la Escuela de Ingenieros de Málaga no había ordenadores para el alumnado. Quizás tampoco demasiados para el profesorado.

La enseñanza era a base de pizarra, tiza e imaginación.

Cuando teníamos escrito en papel y lápiz el programa (muy, muy simple), debíamos desplazarnos desde la Escuela hasta el Centro de Cálculo de la Universidad de Málaga, situado en la prolongación de la Alameda, en pleno centro de la ciudad.

Aquel era un sitio mágico, misterioso, refrigerado, súper iluminado, con muchas mamparas de cristal. Los empleados vestían batas blancas como en las películas americanas, que les daba un soberbio halo de modernidad. Eran los «programadores».

Lo primero que teníamos que hacer, tras identificarnos adecuadamente como alumnos oficiales de la UMA, era picar el programa en tarjetas perforadas. Línea a línea de código.

Y sin equivocarse con las sentencias del lenguaje.

Tras las tarjetas del código del programa (en tarjetas de color amarillo pálido) había que picar las tarjetas de control de ejecución (eran de color rosa, o quizás verde o azul … ya se me nubla la memoria).

Y tras varias horas de trabajo casi de mecanografía eso era todo.

Entonces las dejábamos en un casillero para que los «técnicos del Mainframe» las pasaran por el lector y se grabara en la memoria del «computador»

No llego a recordar su marca ni modelo. Sería probablemente uno de los primeros IBM que llegaron a nuestra ciudad. Con sus lectores de cintas de banda magnética en bobina, sus perforadoras de tarjetas y lectoras correspondientes, su gran y ruidosa impresora de banda, y su gran CPU.

Pero sigamos. Al cabo de una semana volvías… y oh … terrible. Había códigos de error. Te habías equivocado al picar en el teclado (perforar las tarjetas) y daba «error fatal».

No es ejecutable.
Como decía aquella famosa e inolvidable película de José Luis Garci: «Volver a empezar».

Con bríos renovados (y sobre todo porque nos jugábamos la nota de la asignatura) procedíamos a repicar (agujerear) nuevas tarjetas.

Y de nuevo a la cola de lectura.

Si todo iba bien, y no había errores, entonces los señores de blanco introducían las tarjetas en el lector y procedían a ejecutar el programa y a obtener en aquellas «impresoras enormes» y sobre papel pautado con boquetitos en los lados, el «resultado».

Había pasado normalmente un mes entre las idas y venidas desde la escuela al centro de cálculo.

Horas de espera para usar la «picadora» y paciencia… mucha paciencia. Claro contando los reintentos y los fracasos acaecidos en el proceso.

Forja de campeones.

Por fin el esperado resultado.

Da risa recordar hoy día que tal despliegue de medios técnicos y esfuerzo humano de mi juventud era para obtener el área de un polígono irregular o el resultado de un número combinatorio.

Cuando gente de mi edad cuenta estas anécdotas a gente muy joven parece que estamos hablando de Cromañon. Y no … no hay que retroceder tanto en el tiempo. Tan sólo han pasado algo menos de 50 años.

En el kit de vida de cada chico o chica de nuestra sociedad de la segunda década del siglo XXI no puede faltar un dispositivo digital. Sea un móvil, una tablet, un portátil, o quizás todos ellos a la vez.

La educación actual ha incorporado estas herramientas de forma integral en el día a día de la escuela. Incluso fue moderno durante un tiempo prescindir de los libros de texto en papel. Sólo pantallas.

Sin duda los equipos informáticos actuales son verdaderos prodigios de la técnica. Nada que ver con aquellas máquinas infernales de mi juventud.

Y como sabemos que las «ciencias adelantan que es una barbaridad, una temeridad, …» en breve la IA jugará un papel crucial y meridiano en nuestras vidas.

Hoy todos llevamos en nuestro bolsillo una poderosísima herramienta que nos mantiene conectados al resto del mundo en décimas de segundo a través de internet y de las redes sociales, que nos proporciona de forma inmediata cualquier información que se precise (es el nuevo oráculo de Delfos), que de forma vertiginosa nos permite visitar lugares desconocidos sin necesidad de mapas, y vivir en épocas pasadas de forma «casi» real. Y que por fin nos proporciona otras muchas habilidades para hacernos la vida más «fácil». O eso nos dicen.

Sin embargo, también nos quita el misterio y el placer de conocer a las personas de cerca, de fijarnos en las que nos rodean, porque nos aísla llevando nuestras miradas hacia abajo, a las pantallas (sólo hay que intentar fijarse en cualquier transporte público).

Nos priva de investigar, de vez en cuando, buscando en una buena enciclopedia. Ella
nos muestra una foto fija del mundo en el año en que se publicó.

Y así mil sensaciones y vivencias que nos estamos perdiendo.

Y si faltara algo crea problemas de autoestima y obsesiones por aquello que decimos o que dicen de nosotros en las redes.

No. No soy enemigo de los avances tecnológicos. Al contrario. Soy un ferviente defensor y usuario. Siempre lo he sido. Mi profesión está ligada a ello. Pero defiendo su uso racional y mesurado. Con inteligencia y criterio.

Bueno no seamos pesimistas. El futuro es algo por explorar.

Llegado a este punto, y en todo caso, echo de menos aquellos muchos paseos con los compañeros de la facultad para ir a ver las «máquinas de chapa y lucecitas».

Las conversaciones sobre mil temas en el camino.

Las risas sin fin sobre anécdotas académicas diarias.

Los cabreos infinitos con las famosas «líneas de código», y sobre todo lo imponentes que estaban con sus batas aquellos señores y señoras del primer Centro de Cálculo en Málaga.

José Antonio Mañas Valle