Acabado el curso, con el calor del verano amarilleando los paisajes, parece que es tiempo propio para el descanso. Pero, ¿cómo hacerlo con la que está cayendo, con la crisis sanitaria, económica, laboral y social provocada por la pandemia, que no termina de irse, y las desigualdades que se desbocan, con el futuro demasiado incierto que les aguarda a nuestros jóvenes y no tan jóvenes? La educación, al igual que la política, es una de esas cuestiones permanentemente en crisis. Ahora bien, cambiar por el simple hecho de hacerlo, como se viene haciendo por el afán de innovar por innovar, sin contar con un acertado diagnóstico del paciente, cómo somos y cuáles son nuestros fines, no nos conduce al «progreso», ese término tan manoseado como falsificado.
Pocos lo han expresado con el acierto y la gracia de Rafael Sánchez Ferlosio, que le dedicó al asunto de la educación un sugerente ensayo, «Pedagogos pasan, al infierno vamos«, esta vez en uno de sus memorables pecios, criticando esa absurda aceleración del tiempo sin orden ni concierto: «(Progreso y libertad) El que no puede parar está tan quieto como el que no puede andar y el que no puede andar no está más quieto que el que no puede parar; sólo el quieto que puede andar está realmente parado y sólo el que anda pudiendo parar está realmente andando».
Tras la LOMLOE, aprobada en diciembre de 2020 sin un consenso suficiente, el Gobierno prepara un decreto sobre evaluación y titulación con el fin de reducir el abandono temprano y el consiguiente fracaso escolar. El porcentaje de repetidores en España casi triplica a la OCDE. Un 29% de los alumnos menores de 15 años ha repetido al menos una vez. Se calcula que las repeticiones de curso cuestan al Estado unos 3000 millones de euros anuales.
Si lográramos situarnos con porcentajes equiparables a los de la OCDE nos ahorraríamos más de 1000 millones, que se podrían destinar a otras medidas educativas de refuerzo, como disminuir las ratios de alumnos por clase, una vieja reivindicación del sector docente que, a diferencia de otras medidas adoptadas por los diferentes gobiernos, sí goza de amplio consenso.
Ahora bien, qué métodos empleamos para disminuir los porcentajes de repetidores será más difícil de consensuar. Según el editorial de El País del 5 de julio de 2021, el mencionado Decreto que prepara el Gobierno permite «a los equipos docentes de primaria y secundaria la capacidad de decidir si un alumno puede pasar de curso o merece el título de la ESO sin estar condicionados por el número de asignaturas suspendidas». En dicho editorial lo califican de «reforma», pero hasta que no comprobemos cómo se lleva a cabo y los resultados que se consiguen entiendo que es tan precipitado como ingenuo hablar en estos términos de progreso. La ley educa y nos hace más civilizados cuando es respaldada por saludables hábitos y costumbres.
Para decirlo con el título de Gregorio Luri, La escuela no es un parque de atracciones, por mucho que vivamos en la civilización del espectáculo (Mario Vargas Llosa). La dimensión lúdica es esencial para ejercer con habilidad cualquier aprendizaje eficaz, pero no concibo la formación sin esfuerzo, disciplina y méritos. He presenciado evaluaciones en las que alumnos absentistas con más de 20 asignaturas pendientes pasan por imperativo legal. Ese decreto de evaluación y titulación puede servir más para maquillar estadísticas que para resolver verdaderos problemas educativos.
Pienso que una medida más efectiva para reducir los lamentables porcentajes de repetidores es fomentar la FP a partir de 2º de la ESO. A esas edades muchos alumnos saben si pueden responder a las exigencias de la ESO –por lo demás, poco exigente, ni siquiera de una manera gradual y ascendente, de modo que prepare el camino hacia el bachillerato– y aquellos que pueden dar más de sí aprendiendo un oficio o profesión. Cualquiera que se dedique a la docencia sabe que hay alumnos que tienen serias dificultades para demostrar competencias matemáticas o lingüísticas. No hay que preocuparse excesivamente si carecen de las mismas destrezas. La naturaleza produce diferencias. Howard Gardner distinguió ocho tipos de inteligencia, y quizá haya más. Sin embargo, si los evalúan por sus capacidades manipulativas o técnicas obtienen otras calificaciones.
No me extraña que uno de los filósofos que más se ha preocupado y ocupado de la educación en las últimas décadas, José Antonio Marina, haya declarado en El Cultural que «necesitamos una ley de FP avanzada que la libre del estigma de que solo es para torpes y permita mejorar los estudios superiores». Sin duda es un prejuicio infundado, valga la redundancia, suponer que todos tenemos que realizar estudios universitarios. Lo idóneo es que cada persona descubra su vocación o, a falta de ello, que encuentre aquella actividad laboral donde pueda dar lo mejor de sí. De este modo se podrá ganar la vida en algo que la mantendrá motivada, aspecto que favorece a realizar la actividad más responsablemente, tanto desde un punto de vista individual como social.
Con el acceso democratizado a la formación universitaria no se aseguran nuestros alumnos que vayan a dedicarse profesionalmente a ello o que no tengan que irse a otros países a trabajar. Probablemente no hay en la sociedad española trabajo para todos los arquitectos, ingenieros, filólogos, etcétera, pero sí necesitamos más mecánicos, electricistas, informáticos y técnicos en general. Una adecuada FP contribuiría a que a muchos de estos alumnos pudieran dar lo mejor de sí y no verse como «fracasados escolares»; les permitiría incorporarse al mercado laboral habiendo aprendido un oficio; y no tendrían que estar repitiendo y acaso perjudicando a otros alumnos a la vez que se malgastan los recursos.
Marina añadía que un sistema educativo necesita «para empezar, un presupuesto mínimo del 5% del PIB, y la implicación de toda la sociedad». Como recuerda el refrán africano, «la tribu entera educa». Por ello propone «crear una vicepresidencia de Educación encargada de coordinar Educación, Cultura, Ciencia, Universidades, Trabajo, Industria, Seguridad Social, Sanidad, Familia, y Hacienda. Todas estas instituciones deben formar parte del entramado educativo». Es bien sabido que la educación, al igual que la política en el sentido más noble del término –en el fondo están íntimamente vinculadas–, afecta en mayor o menor medida a todos los ámbitos de la sociedad. A ver si la contemplamos con la debida altura de miras y la cuidamos como se merece: nos beneficiará a todos.
Sebastián Gámez Millán
Sebastián Gámez Millán (Málaga, 1981) es licenciado y doctor en Filosofía por la UMA con la tesis La función del arte de la palabra en la interpretación y transformación del sujeto. Ejerce como profesor de esta disciplina en el IES “Valle del Azahar” (Cártama Estación). Ha sido profesor-tutor de Historia de la Filosofía Moderna y Contemporánea y de Éticas Contemporáneas en la UNED de Guadalajara.
Ha participado en más de treinta congresos nacionales e internacionales y ha publicado más de 200 artículos y ensayos sobre filosofía, antropología, teoría del arte, estética, literatura, ética y política. Es autor de Cien filósofos y pensadores españoles y latinoamericanos (Ilusbooks, Madrid, 2016), Conocerte a través del arte (Ilusbooks, Madrid, 2018) y Meditaciones de Ronda (Anáfora, Málaga, 2020). Ha colaborado con artículos en quince libros, entre los cuales cabe mencionar: Ensayos sobre Albert Camus (2015), La imagen del ser humano. Historia, literatura, hermenéutica (Biblioteca Nueva, 2011), La filosofía y la identidad europea (Pre-textos, 2010), Filosofía y política en el siglo XXI. Europa y el nuevo orden cosmopolita (Akal, 2009). Ha ejercido de comisario y escrito para numerosas exposiciones de artes.
Escribe habitualmente en diferentes medios de comunicación (Descubrir el Arte, Café Montaigne. Revista de Artes y Pensamiento, Homonosapiens, Claves de Razón Práctica, Cuadernos Hispanoamericanos, Sur. Revista de Literatura…) sobre temas de actualidad, educativos, filosóficos, literarios, artísticos y científicos. Le han concedido cinco premios de ensayo, cuatro de poesía y uno de micro-relatos, entre ellos el premio de Divulgación Científica del Ateneo-UMA (2016) por Un viaje por el tiempo, y la Beca de Investigación Miguel Fernández (2019, UNED) por Cuanto sé de Eros. Concepciones del amor en la poesía hispanoamericana contemporánea, que debe ver la luz a finales de 2020.