Curiosamente, las bibliotecas que han sido por ahora más importantes en mi vida no han sido las más grandes y mejores que he conocido, como la Biblioteca Nacional de Madrid, la de París, la Biblioteca Pública de Nueva York, la Biblioteca Clementina de Praga o la Biblioteca Nacional de Viena, considerada la obra principal del barroco austriaco, cuyo salón de gala con su impresionante cúpula ha sido calificado como la sala de biblioteca más bella del mundo.
Otras mucho más modestas han ejercido un lugar más importante en mi vida: la pequeña biblioteca de mi hermana, a la que me prohibieron acceder y adonde a una temprana edad me perdí y descubrí que los libros en el fondo hablan de nosotros y del mundo; la Biblioteca Pública de la Estación de Cártama, donde mis amigos iban a gamberrear, y yo, quizá más avergonzado, disimulaba y me quedaba leyendo; la biblioteca del instituto Valle del Azahar, en la que descubrí la poesía de Jorge Luis Borges; la biblioteca de la Facultad de Humanidades de la UMA; la acogedora Biblioteca Pública de Guadalajara, en el Palacio de Dávalos… Y, naturalmente, la biblioteca de casa, que se parece a una autobiografía secreta, y adonde me refugio casi diariamente.
Si me preguntaran qué significan para mí las bibliotecas en cinco enunciados diría lo siguiente:
- La búsqueda de la identidad a través de la alteridad.
- Memoria e imaginación.
- Solitario y solidario abrazo.
- Viajar
- Multiplicar y enriquecer la vida.
La búsqueda de la identidad a través de la alteridad. Tengo para mí que el “conócete a ti mismo” que perseguía Sócrates tras haberse encontrado con ese mensaje en el frontispicio del Oráculo de Delfos, no sólo ocupó sus días, sino también los nuestros. ¿Cómo podemos ser quienes somos si no sabemos quiénes somos? A pesar de que mantenemos una relación ambivalente con el conocimiento –a veces lo queremos, a veces no lo queremos; me temo que los filósofos lo queremos siempre–, hay una identificación esencial entre conocer y ser, de tal modo que lo que no se conoce es como si no existiera.
Más allá de ello, necesitamos conocernos a nosotros mismos para cuidarnos mejor, y si sabemos cuidar mejor de uno, lo sabremos también de los otros. Existe, pues, una conexión entre la antropología, la ética y la política cuyo cordón umbilical es el lenguaje, la razón. Ciertamente podemos conocernos a nosotros mismos teniendo variedad de experiencias, mas como señala un verso de Cuatro Cuartetos, de Thomas Stearns Eliot, “tuvimos la experiencia, pero perdimos el sentido”.
El sentido o, si se prefiere, el desvelamiento del sentido y de la experiencia se da a la luz del lenguaje verbal. Por eso necesitamos los libros y las bibliotecas. La experiencia y el sentido de la existencia en medio de tanto sin sentido se iluminan a la luz de las palabras justas en el orden preciso, que es lo que persiguen los poetas y escritores en busca de sí y de eso que don Antonio Machado llamaba “los universales del sentimiento”. Así tiene lugar en no pocas ocasiones el reconocimiento de lo que sentimos y/o pensamos. Y de este modo descubrimos que en el fondo todos somos humanos, semejantes, a pesar de nuestras irreductibles diferencias.
Ahora bien, en contra de una tendencia bastante arraigada en los últimos años, para conocernos a nosotros mismos y cuidarnos mejor, no es conveniente elegir de manera constante el camino que nos confirma, sino más bien una dialéctica que por momentos nos confirma, por momentos rompe con nosotros mismos. Pues, paradójicamente, quizá sólo podemos desvelar nuestra identidad a través de la otredad, como indicó Octavio Paz en unos memorables versos de Piedra de sol:
“la vida no es de nadie, todos somos
la vida –pan de sol para los otros,
los otros todos que somos nosotros–,
soy otro cuando soy, los actos míos
son más míos si son también de todos,
para que pueda ser he de ser otro,
salir de mí, buscarme entre los otros,
los otros que no son si yo no existo,
los otros que me dan plena existencia,
no soy, no hay yo, siempre somos nosotros”.
Memoria e imaginación. En César y Cleopatra, George Bernard Shaw se refiere a la biblioteca de Alejandría como la memoria de la humanidad. Cuando se quema una biblioteca arde parte de nuestra memoria. Es cierto que no podemos recordarlo todo, que el olvido es necesario para sobrevivir y adaptarnos al presente, pero sin memoria, ¿dónde queda lo que fue? ¿Dónde lo que aprendimos? ¿Dónde nuestra identidad?
No me resisto a citar a Jorge Luis Borges: “De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de su voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación”.
Hay otras palabras imprescindibles para definir la humanidad, como nuestra naturaleza genética, el cerebro, la razón, la libertad, los sentimientos…Pero entre ellas no pueden faltar la memoria y la imaginación. La memoria es de dónde venimos, nuestro pasado, nuestra identidad, pero también la condición de posibilidad de la imaginación, ya que no podemos imaginar aquello que de una manera o de otra no está en nuestra memoria. La memoria es el trampolín de la imaginación. Y si la imaginación es más importante que el conocimiento, como declaraba Albert Einstein, es porque nos permite ir más allá de lo que conocemos y de donde estamos, que es otro rasgo constitutivo de la humanidad, nunca conforme, siempre insatisfecha.
¿Qué sentido posee en la actualidad con Internet, que contiene bastantes más libros que las bibliotecas físicas, frecuentar estas últimas? Sospecho que buena parte de los que navegan por esa gran biblioteca desordenada que es Internet no lo hacen para retener aquello que merece ser retenido. En cambio, los que todavía tienen el hábito de leer libros físicos no lo hacen para el olvido. Y en contra de lo que acostumbra a decirse, lo importante no es cuánto se lea, sino cómo, qué se retiene y cómo se aplica al libro interminable de la vida y de la historia.
Solitario y solidario abrazo. Creo que la literatura, en el sentido más amplio de la palabra, que abarca todas las disciplinas compuestas por letras y símbolos (etimológicamente significa “littera”, letra, símbolo), carecería del poder que tiene si no llegara a abrazarnos. Cuántas veces no comprendemos adecuadamente lo que nos pasa, y de repente en las líneas de un libro reconocemos la formulación de lo que sentimos y/o pensamos. Esta es una de las razones por las que leemos: para comprendernos y conocernos.
Ahora bien, como indica con agudeza y sentido del humor Lichtenberg en uno de sus aforismos: “Un libro es un espejo; si un mono se mira en él, el reflejado no podrá ser un apóstol. No tenemos palabras para hablar de sabiduría con el necio. Ya es sabio quien entiende al sabio”. Esto no implica que tengamos que estar de acuerdo en todo tiempo, nada más lejos de ello. A diferencia de la experiencia audiovisual, que en cierto modo ha suplantado a la lectura, esta, que cala y fecunda en silencio y soledad, nos permite más distancia y reflexión para rumiar lo que algo nos dice y disentir.
Todorov expresó atinadamente el abrazo solidario y solidario de la lectura: “Me permite dar forma a los sentimientos que experimento, ordenar el curso de los pequeños sentimientos que constituyen mi vida. Me hacen soñar, temblar de inquietud o desesperarme. (…) En otra ocasión descubro una dimensión de la vida que antes sólo había presentido, pero que reconozco inmediatamente como verdadera (…) La literatura puede hacer mucho. Puede tendernos la mano cuando estamos profundamente deprimidos, conducirnos hacia los seres humanos que nos rodean, hacernos entender mejor el mundo y ayudarnos a vivir (…) puede también de paso transformarnos desde dentro”.
Viajar. Son innumerables las citas que a lo largo de la historia se han escrito comparando la experiencia de leer con la de viajar, hasta el punto de que aceptamos la metáfora (“Leer es viajar”) sin percatarnos de que se trata de una metáfora lexicalizada. En efecto, viajar es desplazarnos en el espacio y en el tiempo, y si mientras viajamos lo hacemos de forma física, mientras leemos lo hacemos de modo metafísico, con la memoria y la imaginación.
Gracias a la lectura, al ejercicio incesante de la memoria y de la imaginación, podemos salir de la inmediatez del presente en el que parecen instaladas numerosas especies de animales, y desplazarnos y conocer otras personas, tiempos y culturas. Y comparar y elegir aquello que nos parece más razonable y civilizado. Aún más, la experiencia de viajar a otros países y culturas es mucho menos profunda si no hemos leído previamente o no lo hacemos durante el viaje. El conocimiento nos permite descifrar lo que antes nos resultaba invisible y ensancha los límites de lo real (me he ocupado de estos temas en “Leer, viajar, conocer”).
Multiplicar y enriquecer la vida. En el fondo lo que estoy sosteniendo es que la vida humana es más plana, estrecha y amorfa sin la lectura. Nacemos y morimos incompletos, pero sin la experiencia de leer lo estamos bastante más. Umberto Eco decía: “No, no es por el éxito por lo que hay que leer. Es para vivir más. (…) Tengo la sensación de haber tenido una infancia larguísima y llena, precisamente porque está repleta de recuerdos que les he robado a otros: a Sandokán (…); a D´Artagnan (…); al Hombre enmascarado (…); incluso a los novios de Manzoni (…).
No sólo la infancia se alarga, todas las edades de la vida y de la historia se amplían gracias a la lectura, que completa nuestra insaciable sed de vida. Mario Vargas Llosa ha insistido bastante en esta idea: “La literatura sólo apacigua momentáneamente esa insatisfacción vital, pero, en ese milagroso intervalo, en esa suspensión provisional de la vida en que nos sume la ilusión literaria –que parece arrancarnos de la cronología y de la historia y convertirnos en ciudadanos de una patria sin tiempo, inmortal–, somos otros. Más intensos, más ricos, más complejos, más felices, más lúcidos que en la constreñida rutina de nuestra vida real”.
Parece que he olvidado que se trataba de un elogio de las bibliotecas. Pero de qué se componen las bibliotecas sino de libros. Y de nada o poco sirven los libros si no somos capaces abrirlos e insuflarles vida por medio de la memoria, el entendimiento y la imaginación. Esa vida que le conferimos a los signos dormidos en las hojas se vuelve hacia nosotros como un viento que nos sacude y nos zarandea, llevándonos de aquí para allá. Así es como la lectura multiplica y enriquece nuestra vida.
Sebastián Gámez Millán (Málaga, 1981)
Sebastián Gámez Millán (Málaga, 1981) es licenciado y doctor en Filosofía por la UMA con la tesis La función del arte de la palabra en la interpretación y transformación del sujeto. Ejerce como profesor de esta disciplina en el IES “Valle del Azahar” (Cártama Estación). Ha sido profesor-tutor de Historia de la Filosofía Moderna y Contemporánea y de Éticas Contemporáneas en la UNED de Guadalajara.
Ha participado en más de treinta congresos nacionales e internacionales y ha publicado más de 160 artículos y ensayos sobre filosofía, antropología, teoría del arte, estética, literatura, ética y política. Es autor de Cien filósofos y pensadores españoles y latinoamericanos (Ilusbooks, Madrid, 2016), y del reciente Conocerte a través del arte (Ilusbooks, Madrid, 2018). Ha colaborado con artículos en doce libros, entre los cuales cabe mencionar: Ensayos sobre Albert Camus (2015), La imagen del ser humano. Historia, literatura, hermenéutica (Biblioteca Nueva, 2011), La filosofía y la identidad europea (Pre-textos, 2010), Filosofía y política en el siglo XXI. Europa y el nuevo orden cosmopolita (Akal, 2009). Ha comisariado dos exposiciones de arte (La caverna de Platón y La torre de Montaigne), y una de fotografía (Lugares comunes), y escrito para numerosas exposiciones de artes.
Escribe habitualmente en diferentes medios de comunicación (Descubrir el Arte, Café Montaigne, Homonosapiens, Claves de la Razón Práctica, Sur. Revista de Literatura, CASC…) sobre temas de actualidad, educativos, filosóficos, literarios, artísticos y científicos. Le han concedido cinco premios de ensayo, cuatro de poesía y uno de microrrelatos, entre ellos el premio de Divulgación Científica del Ateneo-UMA (2016) por Un viaje por el tiempo.