No albergo ninguna duda de que muchos de los males que nos acaecen se deben a la falta de imaginación. A lo largo de la historia la imaginación ha sido infravalorada, a pesar de que es una de las llaves secretas hacia cualquier espacio que pueda habitar el ser humano, sea en el terreno de las artes, las ciencias o la política, no digamos ya en el del erotismo. No es posible comprender, crear o concebir hipótesis sin imaginación. Sólo podemos traspasar el muro de lo que existe en cualquier época y lugar del mundo gracias a la imaginación, cuyo trampolín es la memoria, a la que acaba sobrevolando y dejando atrás.
En estas líneas quiero explorar los vínculos entre la imaginación y la humanidad. “¿Qué le falta al hombre inhumano?” –se preguntaba el filósofo Marcel Conche en diálogo con el que fuera su alumno y, actualmente amigo, el filósofo André Comte-Sponville–. Günther Anders lo sugiere: imaginación. Sencillamente, los autores de grandes crímenes, que afecta a miles, incluso millones, de inocentes, no se imaginan en general el significado de lo que están haciendo. El 6 de agosto de 1945 Harry S. Truman no veía a los niños quemarse en la hoguera”. Por eso Anders reclamaba que nuestro primer postulado fuera: “amplía los límites de tu imaginación para saber lo que estás haciendo”.
“¿Un verdadero humanista puede cumplir una misión de bombardeo en territorio enemigo? –prosigue Conche– No lo creo. Y es que no puede tener la certeza de que sólo alcanzará objetivos militares y no habrá ningún inocente entre sus víctimas”. Me atrevo a sospechar que si la imaginación del humanista es verdaderamente amplia no verá a “enemigos”, sino a personas de carne y hueso como usted y como yo. “La culminación del humanismo real es el pacifismo”, concluye el filósofo francés. Pero nos sigue faltando imaginación, o sea, humanidad.
Conozco más respuestas en esta línea. A la imperecedera pregunta: “¿Para qué sirve la literatura?”; respondió el poeta, traductor y ensayista, Premio Nobel en 1987, Joseph Brodsky: para que quienes hayan leído a Dickens sean incapaces de disparar contra otros. No sé si conocía esta respuesta, pero más recientemente el novelista Javier Marías declaraba en una larga entrevista algo en consonancia con lo anterior: “A veces pienso que si los asesinos, por ejemplo –y sin duda hay asesinos que leen–, leyeran mucho o escribieran, es posible que no cometieran sus asesinatos, es decir, que tuvieran suficiente con plasmarlos, con llevarlos a cabo en su imaginación, y sobre todo no sólo en su imaginación –que eso quizá no basta– sino de darles una cierta carta de existencia al escribirlos como ficción”.
Apunta en cierto modo a un concepto que Freud dejó inacabado, la sublimación, que consiste en saciar los deseos, por muy oscuros que sean, imaginariamente, y de esta manera poder prescindir de lo real. Al fin y al cabo, ¿qué diferencia hay entre lo imaginario y lo real? ¿Hay experiencia de lo real sin recurrir en mayor o menor medida a la imaginación? ¿No parece lo imaginario a veces más real que la propia realidad? Por lo menos es más bello, hecho a la medida de nuestros sueños y deseos inconfesables.
Más adelante añade Marías otro argumento que conviene tener presente: “La ventaja –si es que es una ventaja– del novelista es que no puede ver nunca a la gente abstractamente, mientras que un terrorista tiene que verla abstractamente para poder poner una bomba y matar de manera indiscriminada. Para un terrorista la gente no es gente del todo, son número de víctimas, y un novelista nunca puede o nunca debería ver abstractamente a la gente”.
A diferencia de las novelas o películas logradas, que con nuestra debida complicidad nos ayudan a introducirnos imaginariamente en las vidas de los personajes al tiempo que lo hacemos en las nuestras, los medios de intoxicación de masas representan a menudo a las víctimas de atentados con números abstractos. Y esto apenas nos altera, no nos toca ni afecta. Esta indiferencia nos acaba anestesiando ante el dolor de los demás y, por tanto, nos aleja, cuando lo humano, acaso lo justo, es que participemos de su dolor.
En cambio, como ha señalado el escritor Jorge Volpi en un sugerente ensayo a camino entre la literatura y la neurología, Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción, “en las novelas y en los relatos (y en los poemas) se cifra una de las mayores conquistas de nuestra especie: la posibilidad de experimentar en carne propia, sin ningún límite, todas las variedades de la experiencia humana. La libertad de la ficción es siempre la medida de nuestra libertad individual. (…) Una de las funciones centrales de la ficción literaria es colocarnos en el lugar de los otros: al hacerlo, no sólo nos preparamos para futuros posibles, sino que, al sucumbir a otras vidas y otras emociones, aprendemos quiénes somos nosotros mismos”.
En este sentido, en contra de una respuesta familiar, según la cual la literatura y el arte es inútil (Paul Auster, por ejemplo, lo ha defendido), en el fondo poseen funciones adaptativas y de supervivencia por lo menos desde varias perspectivas. A su vez, con la literatura y el arte podemos aprender a sentir. Sentir adecuadamente equivale a adoptar la postura correcta ante una situación. Me interesa la conexión que existe entre saber sentir-pensar, saber valorar, saber actuar.
Un sentimiento que a menudo ha sido menospreciado, incluso despreciado, es la compasión, esencial para desarrollar nuestra humanidad –no la que tenemos por provenir genéticamente de otros humanos, sino la que aprendemos, la que conquistamos, la valiosa–. El novelista Milan Kundera, en La insoportable levedad del ser, la definió así: “tener compasión significa saber vivir con otro su desgracia, pero también sentir con él cualquier otro sentimiento: alegría, angustia, felicidad, dolor. Significa también la máxima capacidad de la imaginación sensible, el arte de la telepatía sensible; es en la jerarquía de los sentimientos el sentimiento más elevado”. Por eso Schopenhauer, al igual que el budismo, la consideró el fundamento de la ética.
El gran poeta norteamericano Walt Whitman decía de sí: “Yo soy la compasión que da testimonio”:
«Por mi intermedio muchas voces mudas,
voces de interminables generaciones de prisioneros y esclavos,
voces de enfermos, y angustiados, y ladrones y enanos,
voces de ciclos de preparación y crecimiento,
y de las hebras que unen los astros, y de los vientres de la semilla,
y de los derechos que otros pisotean,
de los deformes, triviales, obtusos, tontos, despreciados,
niebla en el aire, escarabajos empujando bolas de excremento.
A través de mí voces prohibidas,
voces de sexos y deseos, voces veladas y yo quito el velo,
voces indecentes por mí clarificadas y transfiguradas…»
Según Martha C. Nussbaum, en un importante ensayo que vincula la literatura con la ética, la política y el derecho, Justicia poética. La imaginación literaria y la vida pública: “aquí Whitman sintetiza su versión de la misión democratizadora del poeta. Es una misión de imaginación, inclusión, comprensión y voz. El poeta es el instrumento por medio del cual las “voces largamente mudas” de los excluidos dejan caer el velo y son alcanzados por la luz”. Se diría que con su imaginación son capaces de abrazar solidariamente nuestras heridas. Los poetas son capaces de formular verbalmente lo que otros sienten, pero a menudo no aciertan a expresar. Por tanto, los poetas pueden representarnos a todos.
El filósofo Aurelio Arteta ha reivindicado más recientemente la compasión por lo que tiene de imaginación sensible que nos une a los otros. En nuestros días es más frecuente que se hable de “tener o no tener empatía”, ponernos o no en el lugar de los otros. Para ello también necesitamos la imaginación. Claro que comprender no implica compartir. En cualquier caso, la raíz de la palabra gira en la misma órbita: padecer junto al otro, sentir con él… En Para una historia de la piedad, María Zambrano definió este sentimiento, que comúnmente asociamos al cristianismo, pero que es universal, como “saber tratar con lo otro”.
Uno de los más hermosos libros del siglo XX se compuso reuniendo las hojas que un poeta enviaba cada cierto tiempo a un arca, como si se tratara de un buzón del futuro. Ese buzón ya ha sido, pero a la vez sigue siendo y todavía aguarda por lo que será. Me refiero a Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa. Allí sostiene el autor, de la mano de uno de sus maestros y heterónimos, Alberto Caeiro, y en rebeldía contra los valores de la época, que estiman la física por encima de la metafísica: “Porque yo soy del tamaño de lo que veo / Y no del tamaño de mi estatura”. Como todos nosotros, aunque a veces no lo veamos.
Naturalmente, el tamaño de lo que vemos depende de nuestra imaginación. Hay quien ve más allá de lo que se percibe, como Hipatia, Giordano Bruno, Galileo, Newton o Einstein, y hay quienes carecen de imaginación y, por consiguiente, andan como ciegos. Kant reivindicó durante la Ilustración el “sapere aude”: “¡atrévete a pensar”! A partir ahora no debemos perder de vista otro nuevo imperativo: “¡ten el valor de imaginar!” Nuestra humanidad sigue en juego.
Sebastián Gámez Millán (Málaga, 1981)
Sebastián Gámez Millán (Málaga, 1981) es licenciado y doctor en Filosofía por la UMA con la tesis La función del arte de la palabra en la interpretación y transformación del sujeto. Ejerce como profesor de esta disciplina en el IES “Valle del Azahar” (Cártama Estación). Ha sido profesor-tutor de Historia de la Filosofía Moderna y Contemporánea y de Éticas Contemporáneas en la UNED de Guadalajara.
Ha participado en más de treinta congresos nacionales e internacionales y ha publicado más de 160 artículos y ensayos sobre filosofía, antropología, teoría del arte, estética, literatura, ética y política. Es autor de Cien filósofos y pensadores españoles y latinoamericanos (Ilusbooks, Madrid, 2016), y del reciente Conocerte a través del arte (Ilusbooks, Madrid, 2018). Ha colaborado con artículos en doce libros, entre los cuales cabe mencionar: Ensayos sobre Albert Camus (2015), La imagen del ser humano. Historia, literatura, hermenéutica (Biblioteca Nueva, 2011), La filosofía y la identidad europea (Pre-textos, 2010), Filosofía y política en el siglo XXI. Europa y el nuevo orden cosmopolita (Akal, 2009). Ha comisariado dos exposiciones de arte (La caverna de Platón y La torre de Montaigne), y una de fotografía (Lugares comunes), y escrito para numerosas exposiciones de artes.
Escribe habitualmente en diferentes medios de comunicación (Descubrir el Arte, Café Montaigne, Homonosapiens, Claves de la Razón Práctica, Sur. Revista de Literatura, CASC…) sobre temas de actualidad, educativos, filosóficos, literarios, artísticos y científicos. Le han concedido cinco premios de ensayo, cuatro de poesía y uno de microrrelatos, entre ellos el premio de Divulgación Científica del Ateneo-UMA (2016) por Un viaje por el tiempo.