Acostumbramos a pronunciar la palabra «paz» con demasiadas dudas y desconfianza, como si fuera un ideal imposible. No reparamos en que no se trata de alcanzar la paz absoluta, que no parece desde luego de este mundo; se trata más bien de cultivarla individual y socialmente, y extenderla lo máximo posible, pues mientras ella es, nosotros, los seres humanos y el planeta, gozamos de mayores condiciones de posibilidad para desarrollarnos y crecer de manera más plena. Como la libertad, como la responsabilidad, como la justicia, es un valor fundamental que contribuye a desplegar otros valores. La paz no es el fin, la paz es el camino y el fin. Por eso debemos sin titubeos, decidida y firmemente, esforzarnos y trabajar conjuntamente por ella.
Adela Cortina observó certeramente que no rechazamos a los extranjeros o migrantes por el hecho de provenir de otra tierra y otras costumbres. Más exactamente se rechaza a los empobrecidos. Quizá no lo veíamos claramente porque carecíamos de la palabra. Por ello acuñó el concepto «aporofobia», que no existía en nuestra lengua, y cuya etimología señala el miedo a los pobres. Y ya sabemos que el miedo es contagioso y se propaga sembrando incertidumbre y desconfianza que puede y suele desembocar en un círculo vicioso de violencia.
Además, entre las principales causas de la violencia se encuentran las desigualdades injustificadas. Hans Küng, otro de los pensadores que más se ha preocupado y ocupado de buscar concordia y paz entre las diversas religiones y culturas del mundo, indicó que «quien plantea exigencias morales al margen de toda racionalidad económica, sin tomar en consideración las leyes económicas, no defiende una moral, sino un moralismo (…) del mismo modo que quien propaga dogmáticamente concepciones económicas desprovistas de toda norma ética no representa los intereses de la economía, sino los de un reduccionismo económico, los de un economicismo».
Otro de los principales motivos por los que se ejerce la violencia son las diferencias: de aspecto, sexo y/o género, color de piel, costumbres… Con frecuencia se toman como excusa para condenar a grupos o personas. Pero, ¿quién no es diferente? No hay nadie, absolutamente nadie, que no lo sea. Todos los somos respecto a los otros. Y, sin embargo, mantenemos en común tantas cosas: somos seres sintientes y racionales, más lo primero que lo segundo, necesitamos alimentarnos y descansar, educarnos y trabajar, sentirnos queridos y reconocidos, aspiramos al bienestar y a la felicidad… Bien entendidas, las diferencias nos enriquecen. Sin ellas, ¿cómo aprenderíamos?
Una tercera característica de los escenarios más violentos son las divisiones. A propósito de ellas escribió el biólogo y neurólogo Robert Sapolsky: «Dividimos implícitamente el mundo en Nosotros y Ellos, y preferimos a los primeros. Somos manipulados con mucha facilidad, incluso subliminalmente y en cuestión de segundos, en cuanto a quién cuenta como miembro de esos grupos». Me pregunto: ¿acaso no somos todos humanos?
Dividir es una práctica corriente en los maniqueísmos, en los fascismos, en los populismos y en los nacionalismos excluyentes –valga el pleonasmo–, incompatibles con los pluralismos de las democracias. Tras dividir los grupos entre «nosotros» y «ellos», donde habitualmente los primeros son los «buenos» y los segundos los «malos», se construyen relatos deshumanizadores de unos hacia otros. Con ellos se pretende justificar y legitimar la violencia sobre esos grupos o personas como si fueran «ratas», «sabandijas» o cualquier animal o ser carente de dignidad que merece la violencia hasta no se sabe qué límites. Pensemos, sin ir más lejos, en el Holocausto, donde se pretendía exterminar a los judíos hasta que desaparecieran de la faz de la tierra.
Mas, seamos de las ideologías que seamos, la violencia en cualquiera de sus manifestaciones, y más aún cuando es gratuita, es inaceptable, puesto que la violencia nos instrumentaliza y cosifica. Ningún ser vivo merece ser tratado como una cosa. En lugar de estas primitivas prácticas deberíamos reivindicar el cosmopolitismo, entendido no sólo en su sentido etimológico, ciudadanos del mundo, sino como el interminable ejercicio crítico con el que procuramos reconocer las creencias, costumbres, prácticas e ideas más excelentes, provengan de donde provengan.
La educación y la formación, la música, la literatura, la pintura, el cine, en definitiva, las artes y las ciencias, contribuyen a difuminar esas fronteras entre «nosotros» y «ellos», de tal forma que podamos reconocernos todos como humanos. Necesitamos una cultura de la paz. La palabra «cultura» proviene de cultivo: la tierra, al igual que las plantas o las personas, cuando están adecuadamente cultivadas, pueden dar lo mejor de sí. Según Hannah Arendt, «una persona culta es la que sabe elegir, entre las personas, las ideas y las cosas, tanto en el pasado como en el presente».
Aunque la hipótesis de Dios no es imprescindible, pues al fin y al cabo en las sociedades democráticas hay pluralismo ideológico y religioso, y las creencias de este último tipo quedan en la modernidad reservadas al ámbito privado, y no al público, donde impera las leyes que nos damos, podemos formular este ideal cosmopolita con unos versos de Alexander Pope en Ensayo sobre la humanidad:
Dios derrama su amor desde el todo a las partes,
pero el alma humana ha de hacerlo
desde el individuo hacia el todo.
La afirmación de sí suscita el despertar de la conciencia
a la manera de una piedrecilla arrojada a un estanque:
desde el centro agitado de las aguas
emerge, así, un estrecho círculo,
al que seguirá luego otro más ancho
para expandirse en otro y otro más…
Parientes, vecinos, amigos
serán por ellos abrazados y el abrazo
se extenderá después a su país,
así como, tras éste, a otros países,
para abrazar por fin a todo ser humano.
Ese es el mundo con el que sueño. Y aunque «los sueños, sueños son», hay sueños tan inspiradores que pueden tornarse reales, basta con que seamos capaces de soñarlos decidida y firmemente juntos: la paz es el camino y el fin.
Sebastián Gámez Millán
Sebastián Gámez Millán (Málaga, 1981) es licenciado y doctor en Filosofía por la UMA con la tesis La función del arte de la palabra en la interpretación y transformación del sujeto. Es jefe del Departamento de Filosofía del IES Valle del Azahar (Cártama). Ha sido profesor-tutor de Historia de la Filosofía Moderna y Contemporánea y de Éticas Contemporáneas en la UNED de Guadalajara. Desde noviembre de 2022 es vocal de la Asociación de Filosofía de Andalucía (AAFI) por Málaga.
Ha participado en más de treinta congresos nacionales e internacionales y ha publicado más de 350 artículos y ensayos sobre filosofía, antropología, teoría del arte, estética, literatura, ética y política. Es autor de Cien filósofos y pensadores españoles y latinoamericanos (Ilusbooks, Madrid, 2016), Conocerte a través del arte (Ilusbooks, Madrid, 2018), Meditaciones de Ronda (Anáfora, Málaga, 2020) y Cuanto sé de Eros. Concepciones del amor en la poesía hispanoamericana contemporánea (UNED, Madrid, 2022). Ha colaborado con artículos en más de quince libros, entre los cuales cabe mencionar: Ensayos sobre Albert Camus (2015), La imagen del ser humano. Historia, literatura, hermenéutica (Biblioteca Nueva, 2011), La filosofía y la identidad europea (Pre-textos, 2010), Filosofía y política en el siglo XXI. Europa y el nuevo orden cosmopolita (Akal, 2009). Ha ejercido de comisario de la exposición “Cristóbal Toral: una aventura creadora” (2022), en el Centro de Arte Contemporáneo de Málaga, y ha escrito sobre numerosas exposiciones.
Escribe habitualmente en diferentes medios de comunicación (Cuadernos Hispanoamericanos, Descubrir el Arte, Claves de Razón Práctica, Café Montaigne. Revista de Artes y Pensamiento, Homonosapiens, Sur. Revista de Literatura, MAE (Museo Andaluz de la Educación)…) sobre temas de actualidad, educativos, filosóficos, literarios, artísticos y científicos. Le han concedido cinco premios de ensayo, cuatro de poesía y uno de microrrelatos, entre ellos el premio de Divulgación Científica del Ateneo-UMA (2016) y la Beca de Investigación Miguel Fernández (2019).