Pocos escritores como Miguel Delibes (1920-2010) han logrado encarnar con tan digna fidelidad aquel viejo axioma de acuerdo con el cual el estilo es el hombre. Tanto en su estilo literario, que a mí se me antoja inseparable de su estilo vital, se vislumbra al hombre que fue y aún respira en los dormidos signos de sus muchas páginas escritas: ambos austeros y sobrios, claros y sencillos.
Mas la sencillez, la difícil sencillez con la que llegó a vivir y escribir, no debe confundirse nunca con la simpleza: mientras que esta última es hija de la falta de imaginación e ingenio, la primera tiene que ver con la gracia, ese no sé qué, como la definían algunos, esa naturalidad, ni que decir se tiene que cultivada, con la que llegan a crear esos pocos grandes artistas que han aprendido de verdad un oficio y que además saben recrearlo con singular destreza y genio.
A esta distinguida estirpe pertenecía y pertenece Miguel Delibes, que ha cumplido una de las trayectorias literarias más logradas de la segunda mitad del siglo XX, jalonada con algunas obras maestras como El camino (1950), Cinco horas con Mario (1966), Los santos inocentes (1981) o El hereje (1998), y anticipando cuestiones que con el paso del tiempo han manifestado la irremediable necesidad de que las afrontemos como se merecen, cuestiones tales como la España despoblada, el ecologismo o el progresismo.
Respecto a estos últimos indicó en su discurso de ingreso en la Real Academia de las Letras, pronunciado el 25 de mayo de 1975, algo que no debemos dejar caer en el olvido, pues contiene implícito un verdadero programa ético-político: «El verdadero progresismo no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo, ni en fabricar cada día más cosas, ni en inventar necesidades al hombre, ni en destruir la Naturaleza, ni en sostener a un tercio de la Humanidad en el delirio del despilfarro mientras los otros dos tercios se mueren de hambre, sino en racionalizar la utilización de la técnica, facilitar el acceso de toda la comunidad a lo necesario, revitalizar los valores humanos, hoy en crisis, y establecer las relaciones hombre-naturaleza en un plano de concordia».
No obstante, a mi juicio, es antes un narrador que un pensador, y en esto se asemeja más a Juan Marsé que a Rafael Sánchez Ferlosio, por mencionar a dos de los más extraordinarios representantes de ambas tradiciones desaparecidos recientemente, ya que no es muy común que convivan ambas destrezas (Ferlosio, raro entre los raros, “impar”, como lo calificaba Delibes, las aunaba), la de narrador y la de pensador, en un mismo escritor (salvo que quien narra, piensa, y quien piensa, narra).
Definió la novela como «un hombre, un paisaje, una pasión», ya que según Delibes, «si no hay personaje y no hay paisaje y no hay pasión, puede haber literatura o ensayo, pero no novela». Sin embargo, sospecho que más que abarcar lo que es la novela, que como decía Pío Baroja y luego repitiera Camilo José Cela, es un género proteico donde cabe todo, con esta definición nos ofrecía una preciosa pista de su poética literaria, inconcebible sin la presencia de un personaje, un paisaje y una pasión.
De hecho, frecuentemente fue descrito como un novelista de personajes: «Yo no he sido tanto yo –reconocía en un momento de su discurso de aceptación del Premio Cervantes en 1994– como los personajes que representé en este carnaval literario. Ellos son, pues, en buena parte, mi biografía». He ahí al mismo tiempo el drama y la salvación del novelista: desaparecer y reaparecer multiplicándose en los cientos de personajes que pueblan sus novelas –quién sabe hasta cuándo–.
Pero volvamos al lado en sombra de la página, a su estilo de vida: en la bandada de artículos, homenajes y elogios que han volado por los periódicos, no sin motivo, durante el centenario de su nacimiento, se están recordando algunas anécdotas, entre las que quiero resaltar las dos siguientes con el fin de ilustrar la fidelidad a sí mismo con la que consiguió vivir.
Es conocido que en 1975, un año después de la muerte de su mujer, Ángeles de Castro, se le ofreció la dirección del periódico El País, junto con un coto de caza para que no añorara las tierras vallisoletanas, a lo que renunció. Posteriormente, un editor le invitó a que se presentara a un premio de literatura millonario, a lo que Delibes, una vez más fiel a sí mismo, renunció: «¿Qué pensarán de mí?», señaló, «¿Quién?», preguntó el delegado del editor. “Los que han presentado sus novelas al premio y se encuentran con que está dado antes», respondió Delibes. «Eso qué importa –añadió el otro–. Pensarán que su historia era la mejor, sin duda». «A mí me importa, y mucho», replicó Delibes, zanjando la cuestión.
A propósito de estas y otras renuncias, un crítico, rememorando lo que Belén Gopegui propuso acerca de la escritora Carmen Martín Gaite en la hora de su muerte, es decir, que para trazar una semblanza justa de ella, más que lo que había hecho, era conveniente tener en cuenta aquello a lo que había renunciado («Lo que no era pudiendo serlo, lo que no era recibiendo cada día ofertas para serlo. Lo que no era, dónde no estaba, en qué fiestas no se la veía, de qué premios no era jurado, qué premios pactados bajo cuerda no ganó, de qué instituciones no quiso formar parte por más que le insistieron, en qué programas de televisión no estuvo, a qué grupos mediáticos no quiso unir su figura ni su discurso, qué historias de encargo no aceptó, a qué preguntas no quiso contestar, qué favores prefirió no pedir»), del mismo modo, sostenía este crítico, a mi parecer con idéntico acierto, para hacernos una idea lo más cabal posible de quién fue y cómo era Miguel Delibes es conveniente tener en cuenta no tanto lo que había conseguido como aquello a lo que había renunciado.
A fin de cuentas, me pregunto, nuestras renuncias acaso nos definen con menor imprecisión que nuestras elecciones, ya que no siempre está en nuestras manos elegir lo que queremos; en cambio, lo que sí parece estar en nuestras manos es poder decir «no». ¿Existe poder más elevado que poder alcanzar cotas de poder y renunciar a él?
Aunque sean valores y, en definitiva, un estilo de vida que no compartamos por entero, como su aparente conservadurismo, que bien mirado es un humanismo progresista consciente y consecuente de las víctimas que caen en nombre del mito del progreso; ese apego al terruño o, según se mire, ese íntimo vínculo con la tierra nativa; o bien su afición a la caza, en la que paradójicamente late un profundo amor a los animales y a la Naturaleza toda, no podemos dejar de reconocer que fue, como muy pocos, fiel a sí mismo: a su tierra, a su periódico, a la escritura, a sus aficiones y a su mujer, Ángeles, a quien rememoró de forma conmovedora en su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua: «Se ha ido la mejor parte de mí mismo». ¿Qué es la persona amada sino la mejor parte de nosotros mismos, la que nos suscita que aparezca en la vida y ante los otros lo mejor de nosotros?
Difícilmente se puede decir con mayor claridad y sencillez, esa difícil sencillez a la que me refería antes. Por todo ello, y tanto que no cabe aquí, Miguel Delibes fue un escritor cuyo estilo vital y literario, felizmente unidos e inseparables como las alas del pájaro al vuelo, alcanzó esa difícil sencillez que tan sólo consiguen esos pocos sabios que no dejan de ser fieles a sí mismos. Por todo ello, creo que la alargada sombra de su literatura, esa estremecida e inquietante proyección de su mundo interior, nos seguirá acompañando.
Sebastián Gámez Millán
Sebastián Gámez Millán (Málaga, 1981) es licenciado y doctor en Filosofía por la UMA con la tesis La función del arte de la palabra en la interpretación y transformación del sujeto. Ejerce como profesor de esta disciplina en el IES “Valle del Azahar” (Cártama Estación). Ha sido profesor-tutor de Historia de la Filosofía Moderna y Contemporánea y de Éticas Contemporáneas en la UNED de Guadalajara.
Ha participado en más de treinta congresos nacionales e internacionales y ha publicado más de 200 artículos y ensayos sobre filosofía, antropología, teoría del arte, estética, literatura, ética y política. Es autor de Cien filósofos y pensadores españoles y latinoamericanos (Ilusbooks, Madrid, 2016), Conocerte a través del arte (Ilusbooks, Madrid, 2018) y Meditaciones de Ronda (Anáfora, Málaga, 2020). Ha colaborado con artículos en quince libros, entre los cuales cabe mencionar: Ensayos sobre Albert Camus (2015), La imagen del ser humano. Historia, literatura, hermenéutica (Biblioteca Nueva, 2011), La filosofía y la identidad europea (Pre-textos, 2010), Filosofía y política en el siglo XXI. Europa y el nuevo orden cosmopolita (Akal, 2009). Ha ejercido de comisario y escrito para numerosas exposiciones de artes.
Escribe habitualmente en diferentes medios de comunicación (Descubrir el Arte, Café Montaigne. Revista de Artes y Pensamiento, Homonosapiens, Claves de Razón Práctica, Cuadernos Hispanoamericanos, Sur. Revista de Literatura…) sobre temas de actualidad, educativos, filosóficos, literarios, artísticos y científicos. Le han concedido cinco premios de ensayo, cuatro de poesía y uno de micro-relatos, entre ellos el premio de Divulgación Científica del Ateneo-UMA (2016) por Un viaje por el tiempo, y la Beca de Investigación Miguel Fernández (2019, UNED) por Cuanto sé de Eros. Concepciones del amor en la poesía hispanoamericana contemporánea, que debe ver la luz a finales de 2020.